Bolivia: Desde 2013, 17 policías murieron en el cumplimiento de su deber

El sargento José Luis Quispe de la Cruz murió tras ser arrojado a un barranco de 100 metros de profundidad en el municipio Tacacoma. Corría 2015, él y otros 19 policías fueron enviados a hacer cumplir una orden judicial de desalojo de una mina.

Cuatro uniformados de la columna, emboscada por comunarios de ese municipio —situado en la provincia Larecaja de La Paz—, fueron tomados como rehenes.

Desde 2013 hasta 2017, 17 miembros de la fuerza pública murieron en el cumplimiento de sus funciones, según un reporte del Comando General de la Policía.

Policías muertos en BoliviaEl 6 de febrero de este año y tras una lucha de 24 días falleció el sargento Juan Fernando Apaza Aspi, quien fue alcanzado por cinco balas de seis disparadas a quemarropa por un asaltante.

Cuando se lanzó en persecución del delincuente, que acababa de atracar a una librecambista,  no estaba de servicio, por lo que no portaba su arma reglamentaria ni estaba protegido por un chaleco antibalas.

Cómo él, hay otros uniformados que perdieron la vida cumpliendo sus funciones. Según el Comando, en 2013 fallecieron dos sargentos; en 2014, un cabo y un sargento; en 2015, un coronel, dos tenientes, un subteniente y un suboficial.

El año con más bajas fue 2016, cuando murieron siete uniformados: dos policías rasos, dos cabos, dos sargentos y un subteniente, y en lo que va de este año Apaza Aspi, cuya familia recibió a su nombre la Medalla al Valor y el ascenso póstumo de grado.

En el Comando General de la fuerza pública hay una plaqueta  en homenaje a 55 de sus miembros caídos en acción entre 1996 y 2000 en enfrentamientos con narcotraficantes, delincuentes, con grupos sociales movilizados    y otros. Después existe un vacío de 13 años, hasta 2013.

En el periodo en blanco, por ejemplo, se produjo el linchamiento de cuatro miembros de la Dirección de Prevención de Robo de Vehículos. El 26 de mayo de 2010, el suboficial Nelson Alcócer Casana, los cabos Rubén Cruz Aruquipa y Esteban Alave Arias, y el policía Miguel Ramos Pañuni fueron torturados y luego asesinados a golpes en una comunidad del municipio de Uncía, Potosí.

Para el general Abel de la Barra, comandante general, de la entidad encargada de preservar el orden interno, los caídos “son héroes anónimos cuyo accionar heroico no se mediatiza. Son los policías que ofrendan su vida en cumplimiento del deber, como el sargento Juan Apaza”.

El 30 de marzo de 2004, el minero Eustaquio Picachuri Collaca, quien exigía que le devuelvan sus 15 años de aportes para su jubilación, se inmoló en el Congreso.

El coronel Marbel Flores, de 46 años, comandante del Batallón Pumas encargado de la vigilancia del Congreso, murió, al igual que el cabo René Ampuero. Otros 10 policías resultaron heridos.

La viuda del oficial, Ana María Villarroel, recuerda 13 años después que su esposo había hecho un curso antiexplosivos meses antes en Oklahoma, Estados Unidos.    

Mientras Bolivia y Chile jugaban en el estadio Hernando Siles por las eliminatorias al Mundial 2006, el obrero fue detenido en la recepción del Congreso. Tenía adosado al cuerpo ocho dinamitas y cargaba además una mochila con cinco kilos del explosivo.

De nada sirvieron dos horas y media de negociación con autoridades de Gobierno, del Sistema de Pensiones y de la institución del orden. A las 15.02 el extrabajador de la Corporación Minera de Bolivia apretó el detonador que tenía en la mano derecha.

Según publicaciones de la época, el coronel intentó sorprender a Picachuri, se acercó y le abrazó por la espalda para inmovilizarlo, mientras el cabo intentaba arrebatarle los detonadores.

“Este 30 de marzo se cumplirán 13 años desde que mi esposo se fue y nadie llena el vacío que dejó en sus tres hijos”, admite la viuda del coronel.

El domingo 16 de agosto de 2015, el sargento Quispe de la Cruz —con cuyo deceso comienza esta nota—, con 11 años de servicio en la fuerza pública, compartió una parrillada con su esposa, la también sargento Nancy Pimentel, y sus dos hijos. Fue la última vez. Finalizaba la tarde recibió una llamada urgente de sus superiores y tenía que viajar esa misma noche.

Su destino era Tacacoma, cerca de Sorata. Allí un grupo de comunarios y cooperativistas auríferos de la mina Ananea se habían enfrentado, ya que los campesinos se negaban a acatar una orden de desalojo del yacimiento.

“Mi cuñado estaba en la unidad Delta de la zona Sur. Él pensaba que al día siguiente, el lunes 17, ya estaría de retorno”, relata el  sargento Martín Rodríguez.

No fue así, el clima hostil en Ananea se desbordó. La veintena de uniformados fue superada por decenas de comunarios que los capturaron, desnudaron y torturaron. Los rehenes —se dijo— pidieron compasión de rodillas.

Pepo, como le llamaba su hija, fue golpeado con la culata de una escopeta. “Creyéndolo muerto, arrojaron su cuerpo a un barranco. Cayó sobre una roca que le destrozó tres costillas; sus pulmones se llenaron de sangre, lo que le provocó la muerte”.

Semanas después fue aprehendido un agricultor identificado como uno de los instigadores, quien fue beneficiado con medidas sustitutivas a la detención preventiva. El juicio instaurado en La Paz fue trasladado a Sorata, donde fue archivado.

La esposa del uniformado aún pide que se haga justicia.// La Razón

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